La Familia
por Ernesto Bark
Es lógico que en esta feria en que nos empujan a buscar lo fugaz, lo impredecible, lo nuevo, -cosas que casi nunca conseguimos pero jamás podemos dejar de perseguir- detestemos la familia. La familia es lo permanente. Estaba antes de que llegáramos, le pertenecemos mientras vivamos, seguirá existiendo después de nosotros, y nada de lo que hagamos podrá cambiar este orden.
Jodorowsky nos invita a liberarnos del árbol familiar, del encasillamiento forzado por el que se nos atribuyen frecuentemente cualidades de personas muertas, lejanas, o se toma algún incidente de nuestra infancia para asignarnos de por vida un papel, y donde estamos marcados por un número en el escalafón.
La familia es arbitraria, siniestra, pomposa, ridícula y primitiva: el hermano mayor siempre lo será, en su relación con el menor, aunque el menor haya cumplido los 80 años. Dos hermanos de 80 años que se reúnen son dos niños de 80 años. 80 años de celos y terrores infantiles que se enfrentan. Por esta y otras molestias que produce la familia, vemos que la teoría de Jodorowsky es redentora y positiva. Y lamentamos que sea imposible de realizar. Él mismo, para explicar su superación de la familia tiene que recurrir a definirse a sí mismo en función de ella. Con la familia no cabe el agnosticismo, y en su contra, sólo se puede ser ateo. Como todo el mundo sabe, no hay mayor dependiente de Dios que el ateo, pues en su propio nombre se incluye el de aquello que niega y le da la posibilidad de ser.
Es lógico, decimos, que en esta feria de la libertad entendida como fuerza obligatoria que rige nuestra vida, nos demos de bruces contra la familia. Hemos hecho de la libertad un nuevo orden y creemos que la vida es una serie de decisiones libres. Lo que antes era esencia es hoy elección: ser hombre o mujer, joven o niño, moro o cristiano.
La teoría de Jodorowsky sirve de consuelo para aquellos que ya se han dado de bruces contra la familia (todo el mundo se da de bruces contra la familia varias veces en su vida) y buscan en su libro un mapa para elegir el camino de su libre elección. Por supuesto, este camino no lleva nunca a eludir la familia sino a llegar de nuevo a ella dando un rodeo por el psicoanálisis, el delirio mariano, o la efervescencia revolucionaria. Tras darse una primera vez de frente contra la familia, el camino lleva a darse una segunda de nuca, que es más desconcertante e igual de imponderable.
De la familia no se libran ni los héroes ni los profetas. Es más, las circunstancias familiares suelen ser un acicate para que los héroes y los poetas se den de bruces y hagan fortuna. Buda llega a ser Buda castigándose a sí mismo a través de sus hijos, su mala conciencia por su pasado de príncipe indolente se redime volviendo mendigos a sus sucesores. Una forma como otra cualquiera de darse de bruces con la familia: ni se crea ni se destruye, sólo se puede transformar.
Los héroes griegos, por su parte, son todos carne de psicoanálisis -esa ciencia que estudia con singular desacierto los conflictos familiares-. Al psicoanalista se va siempre cargado de una nube de ectoplasmas familiares y se sale de allí con la misma nube, pero más revuelta, discutiendo los ectoplasmas de la familia de ella con los de la familia de él, los de tu madre con los de mi padre, el abuelo muerto en este lado de guerra contra el tío muerto en aquel otro lado de la guerra, el primo contra la nuera, el cuñado follándose a la cuñada, el niño pegándole a la niña, y papá marchándose otra vez a comprar tabaco.
La familia ha llegado ahora a la política, se ha creado una burocracia de la familia, como si el mero hecho de crear un ministerio dedicado a una materia supusiera tener algún poder para gobernarla: una superstición, un conjuro inútil. La política tiene tanto poder para gobernar la familia como el psicoanalista para cazar los ectoplasmas familiares.
Es lógico que esta civilización comience a producir la antifamilia como sublimación refinada de la familia. Lo que no creamos es estirpes, sagas, clanes, linajes. Sería hermoso llegar al refinamiento de Roma, donde un hombre podía adoptar a otro a cualquier edad, dándole su nombre y aceptando en su linaje a quien lo mereciera. Las bodas de los uranitas, pasado el sarpullido de lo cursi con que nos azotan hoy, tal vez sean un camino hacia esa excelencia de la familia. Por el momento son más asunto de revista de decoración que de poema épico, pero quién sabe qué pasará mañana.
En la familia es en el único lugar en el que tenemos asegurada la posteridad, y sólo por un par de generaciones. Algunas familias se esfuerzan por invocar terceras y cuartas generaciones gloriosas, y se obstinan en colgar espada del general sobre la chimenea, pero el día menos pensado renuevan el mobiliario y guardan la espada en el trastero, que se ha vuelto un estafermo no entona con nada y coge mucho polvo. La familia es una generación de vivos, que caminan con dos generaciones de muertos a la espalda hasta la línea de meta, donde le toca subirse a la espalda de la siguiente generación de vivos.
El niño nace entre muertos, bajo el ala de unos vivos que desde el día que alumbran una nueva generación empiezan a amarillear en la memoria. El padre es un productor de recuerdos, y sus fotos, viva o muera, van desde el primer día al mismo álbum de fotos de los muertos. El deseo freudiano de matar al padre es una redundancia, es el deseo de hacer lo que ya se ha hecho con sólo venir al mundo.
domingo, 17 de diciembre de 2006
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